jueves, 29 de septiembre de 2016

THE LAST WALTZ: VIDA Y MUERTE DE RICHARD MANUEL

Manuel de Lorenzo
Jot Down, septiembre de 2016


Richard Manuel comenzó a morirse en 1970, cuando The Band alcanzaba su mayor éxito comercial con Stage Fright y él ya no era capaz ni de completar sus propias composiciones. Dos años antes, en Music from Big Pink, había escrito cuatro de las canciones del disco y Robbie Robertson otras cuatro. En Cahoots, publicado en 1971, Bob Dylan escribiría «When I Paint My Masterpiece», Robbie Robertson los diez temas restantes y Richard Manuel no sería el autor de ninguno. Tal vez Neil Young tuviese razón en aquel célebre verso de «Hey Hey, My My» que Kurt Cobain eligió mucho después para su nota de suicidio y sea mejor arder que apagarse lentamente. Richard Manuel, sin embargo, no pensaba lo mismo. De entre todas las formas de morir, eligió hacerlo bebiéndose ocho botellas de Grand Marnier al día. Hasta que terminó apagándose del todo.

El miedo a la autodestrucción de Manuel se filtró entre los versos de «The Shape I’m In», que Robertson escribió pensando en aquel pianista de dieciocho años que se había incorporado diez años antes a su grupo, The Hawks, la banda de apoyo de Ronnie Hawkins, después de telonearlos en Stratford, Ontario. «De mis nueve vidas he gastado siete / Ahora, ¿cómo demonios se llega al cielo? / Oh, vosotros no sabéis cómo estoy / He pasado sesenta días en la cárcel / por el crimen de no tener un pavo / Aquí estoy ahora en la calle / por el crimen de no tener a dónde ir / Salva tu cuello o salva a tu hermano / Parece que es lo uno o lo otro / Oh, vosotros no sabéis cómo estoy». La canción termina hablando de dos niños que podrían comenzar a pelearse, una escena con la que Robertson parece referirse, como en el verso «salva tu cuello o salva a tu hermano», a que debió elegir entre dedicar sus esfuerzos a salvar The Band o a salvar a Richard.

«Nos asustaba hasta la muerte —declararía años más tarde Robbie Robertson—. Nunca sabíamos qué podría suceder al día siguiente, qué podría surgir de este monstruo que había aparecido de repente». Era un pretexto tan bueno como otro cualquiera. Entre Richard y The Band, el guitarrista eligió a The Band. Hasta ese momento, el liderazgo del grupo había recaído por igual entre Manuel, el batería Levon Helm y él. De hecho, al dejar de ser la banda de Ronnie Hawkins en 1963 y adquirir entidad propia, llegaron a llamarse durante un tiempo The Levon Helm Sextet —con el saxofonista Jerry Penfound en la formación— y Levon and the Hawks a continuación. A partir de ahí vino la primera gira por Estados Unidos como banda de apoyo de Bob Dylan en su conversión a la electricidad, algunas sesiones de grabación de lo que más adelante sería el mítico álbum Blonde on Blonde, una gira mundial que incluyó el famoso concierto en el Free Trade Hall de Mánchester —en cuya grabación se escucha a uno de los asistentes llamar Judas a Dylan por renegar del folk— y, por último, el asentamiento del grupo en un chalet rosa ubicado en Woodstock al que el grupo denominaría cariñosamente Big Pink y en cuyo sótano comenzarían a fraguarse, al calor de la compañía e influencia de Dylan, las primeras canciones de The Band.

Allí pasaron varios años y allí es donde Robertson y Manuel se descubrirían como los principales compositores de la banda, pasando así a igualar su estatus al de Helm. De las cuatro canciones que escribieron cada uno para el disco Music from Big Pink, y excepción hecha de «I Shall Be Released», la genial aportación de Dylan, Manuel y Robertson se repartieron el mérito de haber sido el autor de la mejor canción del álbum, el primero con «Tears of Rage»y el segundo con «The Weight» —personalmente, me quedo con esta—. Pero la competencia no duraría mucho. La primera gira con Dylan fue el aterrizaje de Richard en el indomable mundo de los estupefacientes, del que ya no saldría jamás.

Una adicción es una compañera peligrosa. Conviene tenerla encerrada en un cuarto oscuro, esposada para siempre a alguna cañería o a la tubería del radiador. Richard Manuel tenía varias. Y las dejaba corretear por su vida con total libertad. Además de la cocaína y la heroína, estaba profunda e insoportablemente enganchado al alcohol. Era un hombre enfermo. Por momentos, desahuciado. En el segundo disco del grupo, conocido como The Brown Album o, sencillamente, The Band, de las doce canciones Manuel escribe tres y con ayuda de Robertson, que compone las otras nueve. Su enorme talento cristaliza a pesar de todo en la singular «Jawbone» y el precioso tema «Whispering Pines», pero la realidad se impone y le cuesta completar sus piezas sin ayuda.


Stage Fright fue el tercer disco del grupo, publicado un año más tarde, y la última ocasión en la que el mundo escucharía una nueva composición de Richard Manuel. Como ya ocurría con el álbum The Band, y a diferencia de Music from Big Pink, Robertson aparecía en este disco como autor o coautor en todos los cortes. En uno figuraba además Levon Helm. Manuel aparecía en otros dos, claramente identificables como obras suyas. Se trata de «Just Another Whistle Stop»y «Sleeping», en el que expresa su deseo de pasarse toda la vida durmiendo, viviendo en la «tierra de las maravillas» y no regresar jamás. Sinceramente, dudo que estuviese hablando de dormir.

El control creativo del grupo, con Manuel muriéndose poco a poco, trago a trago, pertenecía ya por entero a Robertson, quizá manipulado por el mánager Albert Grossman, quizá preso de su propia ambición. Music from Big Pink, The Band y Stage Fright habían ido aumentando en éxito comercial, y eso era señal suficiente para ambos de que las ideas de Robbie funcionaban. En su autobiografía, This Wheel’s on Fire, Levon Helm declaró a propósito del empoderamiento de Robertson: «Yo veía a Richard Manuel como el compositor y cantante de The Band (…) y suponía que tras el trabajo que hicimos en California y Nueva York, los créditos de The Band [aquí se refiere al disco] incluirían a Garth y a mí. (…) De modo que cuando apareció el álbum, descubrí que yo estaba acreditado en la mitad de “Jemima Surrender” y eso era todo. Richard era coescritor de tres canciones. Rick y Garth no aparecían. Robbie Robertson estaba acreditado en las doce canciones». Helm se encargó de poner por escrito su acusación, tachando a Robertson de autoritario y codicioso, pero jamás hizo nada por relevarlo de su posición de líder. Más bien al contrario, en el libro señala que Northern Lights – Southern Cross, su penúltimo disco de estudio, era «el mejor álbum que hicimos desde The Band». Todas las composiciones eran enteramente de Robbie.



Mientras tanto, con Manuel en el limbo, el grupo había publicado Cahoots, que supuso un retroceso en las ventas si lo comparamos con Stage Fright, un álbum en directo, un álbum de versiones, había grabado la instrumentación del disco de Dylan Planet Waves, había editado las maquetas de la etapa del sótano en Woodstock —la tendencia, como se puede apreciar, es a la baja—, se desperezó momentáneamente con Northern Lights – Southern Cross, publicó un último disco de estudio con antiguas canciones descartadas y decidió, por fin, no prolongar más el sufrimiento y separarse. Grabaron un último concierto de despedida en el Winterland Ballroom de San Francisco el 25 de noviembre de 1976, Día de Acción de Gracias, invitaron a tocar con ellos a Eric Clapton, Bob Dylan, Van Morrison, Joni Mitchell, Neil Young, Ron Wood, Ringo Starr y Ronnie Hawkins entre otros, y lo publicaron como broche de oro a su carrera. Martin Scorsese y su cámara lo documentaron todo. Se llamó The Last Waltz: el último vals. Y ese fue el final de The Band.

No obstante, y como no podría ser de otra manera, hubo una reunión del grupo algunos años más tarde. Robbie Robertson no participó. No había ningún reto creativo en la reformación de The Band. Se trataba de volver a dar conciertos, de girar por salas y locales de menor aforo que en su buena época con la sola intención, me imagino, de hacer algo de caja. No debe de resultar sencillo haber sido considerado por público y crítica como uno de los grupos más influyentes de la historia del rock, haber contribuido a la definición de todo un género musical, haber sido citado como referente por leyendas de la talla de Led Zeppelin, George Harrison o Crosby, Stills, Nash & Young, y verte de repente tocando todas las noches para un puñado de nostálgicos.

El 4 de marzo de 1986, The Band ofreció dos actuaciones en el club Cheek to Cheek Lounge, en la ciudad de Winter Park, Florida. Richard Manuel estuvo cercano y agradable aquella noche. Le dio las gracias a Garth Hudson durante la actuación «por veinticinco años de música increíble», estuvo charlando con Levon Helm sobre música y cine en su habitación del motel hasta las dos y media de la mañana, se fue a su cuarto, se bebió la última botella de Grand Marnier, se metió los últimos tiros de cocaína y se ahorcó. Su mujer, Arlie, lo descubrió colgando de la lámpara a la mañana siguiente.

Hay unos versos en «Sleeping» que siempre me han parecido poseer cierto carácter profético. Como si Richard, que entonces comenzaba a apagarse, supiese desde un primer momento cuál sería su final —su amigo Mason Hoffenberg, de hecho, llegó a pedir a sus camellos que le dejasen en paz porque sabía que, de lo contrario, acabaría suicidándose—. «La tormenta ha pasado, al fin hay paz / Me pasaría toda la vida durmiendo / Ahora ya no hay ruido, nadie a quien encontrar en ningún lado».

Richard Manuel fue enterrado una semana después en Stratford, Ontario, su ciudad natal. Todos sus compañeros en The Band acudieron a su funeral menos Robbie Robertson.

domingo, 11 de septiembre de 2016

TREME, CIUDAD HERIDA

Joan Pons
Publicado en la web de Rockdelux el 23/9/2011



Nueva Orleans tras el huracán Katrina. La vida tras el desastre. La poesía tras la tragedia. La música tras el silencio. Porque el mundo sigue. Las dos primeras temporadas de la serie “Treme” (HBO; 2010, 2011), creada por Eric Overmyer y el prestigioso David Simon (responsable de “The Wire”), son una experiencia músico-vital que Joan Pons trasladó a este artículo. Imágenes y sonidos que hablan del trastorno por estrés postraumático de Nueva Orleans. Más sobre “Treme”, aquí.

Tengo problemas, y sé que no soy el único, para escoger a mi personaje preferido de “Treme”. Empatizo de primeras con la indignación gritona del escritor a la deriva que encarna el gran John Goodman. Pero también con el vivalavirgen del trombonista a sueldo Antoine Batiste. A cada capítulo de alrededor de una hora que pasa, mis favoritismos van cambiando. Hoy, quiero lucir plumaje en Mardi Gras junto a un orgullosísimo jefe indio, mañana me gustaría cenar en el restaurante donde cocine la talentosa chef que aún intenta (sobre)vivir de su arte y la semana que viene hasta empieza a no parecerme tan cargante ese DJ de radio tan numerero, tan niño mal de casa bien.


Supongo que esta sensación de no saber qué personaje es tu personaje es común entre todos los espectadores de “Treme”, porque la serie no reposa, ni siquiera pivota, en un único protagonista o grupo de personajes. Es coral, sí. Y ya ha habido antes otras series corales en las que costaba enfocar las simpatías (anda, escoge personaje de “Doctor en Alaska” o incluso de “The Wire” del propio David Simon). Pero en “Treme” no hay un centro de gravedad dramático explícito. No hay una trama que pese más que las otras, que se lleve más minutos, que sea la principal. Ergo, la serie misma no marca relevancias respecto a sus personajes, por mucho que la anécdota de unos sea más trágica que la de otros.

Sucede, no obstante, que la suma del total de todas las pequeñas historias de “Treme” construyen una historia mayor: la del durísimo día a día de Nueva Orleans tres meses después del feroz zarpazo del huracán Katrina a finales de agosto de 2005. Cada personaje representa una reacción ante la desgracia: la dignidad, la rendición, la impotencia, la fuga, la pelea por la supervivencia… Y entre todas estas anécdotas personales se siluetea un despampanante fresco sobre el paisaje de una ciudad convaleciente.


La serie no reposa en un único protagonista o grupo de personajes. Es coral.

PONIENDO NUEVA ORLEANS DE NUEVO EN EL MAPA

Ya sabemos que una de las funciones de la ficción, de la buena, es explicar la realidad mejor incluso que la propia realidad. Así que “Treme” acaba siendo una aproximación al horror post-Katrina tan reveladora como, por ejemplo, “When The Levees Broke”, el magnífico documental de cuatro horas que hizo en 2006 Spike Lee también para la HBO. Tanto la serie como el documental claman contra el ninguneo del gobierno estadounidense respecto a una de sus ciudades teóricamente más importantes. Apenas Nueva Orleans dejó de ser noticia en la CNN, la administración Bush se olvidó de ella. Como si la intervención gubernamental se limitara estrictamente a los días de la catástrofe y sus consecuencias inmediatamente posteriores (y tampoco se puede decir que la gestión fuera muy lucida) y la superación de la debacle no necesitara de ayuda oficial alguna.

A mediados de 2008, David Simon (“The Wire”, “Generation Kill”) y Eric Overmyer (colaborador de Simon en “Homicidio” y la última temporada de “The Wire”) empezaron a pensar y desarrollar una serie que denunciara el abandono de Nueva Orleans. Y, de paso, la serie debía ayudar (desde la ficción, desde la tele, desde el arte, si se quiere) a la reconstrucción de la ciudad por el simple hecho de recordarnos a todos la relevancia que Nueva Orleans tiene como patrimonio cultural de Estados Unidos. Su música, su carnaval, su gastronomía… son rasgos fundamentales en la identidad de este puerto de Luisiana. Son la cultura de Nueva Orleans. La cultura… ¿a quién interesa eso? ¿A instrumentistas errantes que callejean por Bourbon Street para ver si se empapan de la riquísima tradición musical de la ciudad? ¿A japoneses exégetas del jazz antiguo con caprichos de coleccionistas? Porque si desde los sillones políticos no se mueve el culo ni para solucionar los gravísimos problemas de aumento de criminalidad y disminución de habitabilidad tras el huracán, ¿cómo van a dignarse a hacer el más mínimo gesto de cara a la cultura?

“Treme” ya hace ese gesto desde su título: es el nombre de uno de los barrios históricos de Nueva Orleans, la yema de la cultura afroamericana y criolla de la ciudad, así como de las brass bands tan típicas de su tradición musical.


No hay un centro de gravedad dramático explícito. No hay una trama que pese más que las otras.


UN NUEVO MODELO DE SERIE MUSICAL

Estrenada en abril de 2010 en la HBO con un capítulo piloto de ochenta minutos que casi parecía una película de John Sayles, “Treme” causó una primera impresión crítica tan entusiasta que la HBO firmó una segunda temporada casi a ciegas. Y ahí la cosa se complicó. Con lo cerradísima que quedaba la primera temporada tras diez episodios, ¿era necesario continuar?

En abril de 2011 empezó en Estados Unidos una nueva tanda de once episodios de “Treme” con nuevas historias para los personajes ya conocidos y algunas (pocas) nuevas incorporaciones. Y aunque la serie sigue manteniendo unos mínimos muy por encima de los estándares de la ficción televisiva, ya no es igual. Será la falta de un plan maestro general en el que cada personaje se signifique, como pasaba en la primera; o que se intuya ya cierta fórmula (este personaje protagoniza una trama requetetrágica, este otro una más ligera, blablablá…); o incluso que algunos capítulos se revelen peor dialogados, con menos sutileza. Pero la verdad es que “Treme” se ha ablandado. Aun así, solo por ver cómo continúa la vida de ficción de algunos personajes carismáticos ya vale la pena ver la serie. Y sobre todo, vale mucho, ¡muchísimo!, la pena escuchar la serie.

Porque “Treme” es una serie musical. Es imposible hacer una ficción sobre una ciudad con banda sonora incorporada como Nueva Orleans y que la música no tenga un papel fundamental. Incorporada en las tramas (en las musicales y en las que no) y, a menudo, grabada en vibrantes actuaciones en directo, la música de “Treme”, que supervisa Blake Leyh, puede que sea la mejor banda sonora que nunca haya tenido una serie. Además, incorpora cameos de campanillas de músicos que, en la mayoría de ocasiones, se interpretan a sí mismos. Cojan aire, que ahí va parte de la lista: Dr. John, Allen Toussaint, Elvis Costello, Steve Earle y Justin Townes Earle, algunos Neville Brothers, Ron Carter, McCoy Tyner, John Boutté, Spider Stacy, Juvenile, Galactic… artistas clave de la música de Nueva Orleans de siempre o de hoy (la segunda temporada cuenta con primeras espadas del bounce rap) y músicos invitados de otras latitudes que saben que su presencia significa decir “Yo también soy de Nueva Orleans”. Todos ellos se comprometen con una serie que quiere contribuir a que Nueva Orleans recupere el pulso de la normalidad y, ¿por qué no?, quizá algún día también el de la felicidad.